lunes, 14 de febrero de 2011

Cuando el placer se vuelve frustración

Pensar en un filete me estremece y no de temor, sino de gusto. La comida no sólo nos da la vida, sino que nos la enriquece con colores y sabores que alegran gusto, olfato, vista e incluso oído cuando nuestra abuela tararea una canción al preparar el cocido. Ante tales explosiones de alegría no puedo más que estremecerme, y ahora de temor, ante las fobias al buen comer surgidas en estos días locos.
La ceremonia de la comida alimenta vertientes diversas de la vida. Primeramente la necesidad de nutrir el cuerpo que da cobijo al ser pensante que nos representa. La componente social no puede ser obviada, una cena en familia o entre amigos. En el primer caso dar rienda suelta a la tradición culinaria es imprescindible. En la segunda no mirar las calorías del bocadillo es aconsejable para no arruinar la noche. Por último no puedo dejar de incluir el gusto por la comida en sí mismo, el gusto por la variedad y la sorpresa del paladar. La belleza de la comida no puede mas que reforzar el amor por el comer.
Ante la necesidad imperiosa de comer, que resulta indiscutible, ¿qué mejor que ser capaz de disfrutar de la comida? Y mucho antes que desarrollemos tal gusto, ¿qué decir de la aprensión ante un guiso con aceite, por ejemplo? Tener una vida desnatada no puede ser sinónimo de alegría, cuando lo que nos da la vida cada día nos reporta sensaciones negativas y de represión. La repercusión psicológica no debe ser desconsiderada. Una buena alimentación, completa y equilibrada (que no desnatada), equilibra nuestra salud mental y reporta un estado de ánimo positivo. ¿Cómo podremos estar felices si como mínimo 3 veces al día tenemos que luchar contra nuestros gustos y necesidades? ¿Y de dónde la energía para la lucha siquiera?
Abogo por una dieta sana de forma indiscutible. Pero también abogo por que comer sea un placer libre de represión, por que podamos ir al pueblo, comer longaniza y que eso nos alegre. En esta vida hay muchos valores que se pierden, muchas tradiciones que mueren, pero disfrutamos de una dieta maravillosa que podemos mantener y de la posibilidad de hacer de ella un sinfín de alegrías. Comamos con moderación, ¡pero comamos con ilusión!

domingo, 6 de febrero de 2011

El Scarabaeus que quiso ser loro

Bajo una hoja de higuera robusta pero muerta el aliento de la vida despertó un día en el que el sol de nuevo brillaba. La humedad del tronco mantenía el lugar y el improvisado techo cubría la cabeza del pequeño Scarabaeus de cáscara dura. Los días de sol eran un poco alegres y el pequeño Scarabaeus salía de la hoja y esperaba de forma paciente y con la mirada turbia clavada en las ramas de aquel árbol. En seguida aparecía la sombra brillante transportando el poco de alegría del día, se posaba con movimientos ágiles y comenzaba a picotear y abrir con gracia los frutos. El cric-cric aumentaba a medida que las ramas se colmaban de loros verdes y llenos de vida escandalosa. El cric-cric cautivaba al Scarabaeus más que su vista torpe. Sus movimientos eran lentos, su ruido inperceptible, su apariencia poco llamativa.

El sol brillaba mientras el día vivía y el pequeño Scarabaeus tomó una decisión: se acercaría para aprender a vivir. La decisión la tomó rápido, no había tiempo para pensar, tardaría demasiado en llegar, el día moriría y sería demasiado tarde. La sombra del árbol colapsó en el mismo al tiempo que el Scarabaeus. Con dificultad sus minúsculos pasos siguieron el ritmo del cric-cric arriba arriba. El cric-cric se hizo ensordecedor y el pequeño Scarabaeus, de tan pequeño, pronto se llenó de éxtasis y la dureza del pico contra su cáscara se le asemejó el comienzo de la vida, irónica donde las haya.